Amigo, no seas imbécil

 Amigo, no seas imbécil

Ojalá los hombres tuviésemos un programa informático implantado en el córtex prefrontal que nos permitiera ver a la mujer a la que amamos tras hacerle daño. Pienso que si todo varón, desde la falsa e inestable seguridad que emana el ego masculino, tuviera presente la imagen de su chica tumbada en la cama, recostada de medio lado con la mirada rota hacia ningún lugar, las lágrimas aflorando hacia la almohada, en vertical, por el rostro pálido, la mano frente a la boca en un gesto infantil, puro, nervioso, asustado, dolido, en fin, tal vez lográsemos ejercer la verdadera valentía de la que tantas veces hacemos falsa apología sacando mucho pecho. Ellas piensan, actúan de manera innata ante los bandazos que da la vida – innumerables veces provocados por nosotros – , fruto de siglos de observar al varón acuchillarse, fanfarronear, comportarse de manera altiva y torpe, ganarlo todo sencillamente y perderlo todo con más facilidad todavía. Nosotros, por otro lado, preferimos inexplicablemente – o tal vez no nos dé para tener otra opción  el perpetuo ensayo y error.

Compañero hombre que me lees, si es que lo sigues haciendo a estas alturas de un párrafo que no habla bien ni de ti ni de mí, y que dudo mucho que me escuches porque, si alguna vez uno de nosotros hizo caso para prevenirse de ciertos dolores, no tuvo la suerte de que otro a su vez le prestara atención: sé que tal vez dudes. Puede que tengas miedo a que tu vida, tal y como la conoces, termine o cambie. Arriésgate. Quédate a solas con el silencio, de noche, y piensa en ella, que aún la tienes. Piensa en cómo sería tu vida si no te despertase con unas palabras cariñosas cada mañana. Obsérvate errante por las calles y los bares el día que tus amigos fallen y ya no tengas a tu lado a esa persona que hubiera dado todo porque la cogieras de la mano. Imagínala sola en su habitación llorándote – no tu ausencia, sino su dolor – después de que tú, zote, la hayas tratado como te tratas a ti mismo. No rompas el corazón que te hubiera entregado cada latido y cada brote de sangre para hacerte feliz. No quieras creer que la cerveza y las noches claras y la música alta y los amigos que van y vienen iban a hacerte disfrutar la verdadera vida; porque al fin y al cabo las burbujas de la copa, las estrellas, las canciones de los garitos y las personas que buscan en ella consuelo y sudor están todavía, si cabe, más solos.

No te quedes quieto. Regálale flores y cólmala de brillantes donde pueda ver reflejado lo preciosa que es cuando va a salir, llévale el desayuno a la cama, cocínale, bríndale el hogar que se merece, llévala a los sitios más bellos y tómale la mano en las noches tranquilas, abrázala cuando tenga miedo y cúbrela cuando tenga frío, y recorre kilómetros de madrugada por verla una vez más aunque ya la hayas visto mil veces porque – y créeme, compañero hombre – todas las veces serán distintas, y todas las veces serán ninguna cuando todo haya terminado.


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