Para siempre.
Con el dorso de la mano derecha, la misma con la que sujetaba el buril para repujar, sacudió las virutas de cuero que ahora iban cayendo por el asiento contiguo. El tren traqueteaba calmado a través de ningún lugar, como un animal silencioso vagando de noche hacia un destino inconcreto. El día era soleado, con alguna que otra nube, teñido de una luz mortecina de otoño. Sopló suavemente para terminar de quitar los restos que quedaban sobre la portada; en ella, grabado en caligrafía perfecta y cuidada, el nombre de la mujer que hacía una década que sólo tenía en su memoria.
Al bajar en la estación caminó un par de calles en dirección contraria al sol, que pronto empezaría a ponerse, hasta que logró situarse en un lugar reconocible. Quiso que la última vez que mirase directamente su luz fuera en la casa en la que se crió, que ahora dejaba legada a la poca familia que le quedaba con el último deseo de no venderla. Avanzó hasta llegar a la plaza por la que pasearon el día en que se conocieron, y allí se sentó en un amplio banco de piedra del que se contaba que aquello que se decía en un extremo podía escucharse muy nítido en el otro, únicamente si las palabras pronunciadas eran sinceras. Metió su mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una pluma estilográfica. Abrió el volumen por la primera página y leyó:
"Esta es mi última voluntad y testamento. Cuando llegué al mundo me dieron todo lo que podría hacer feliz a un hombre, y me marcharé de él sólo y sin nada, pues así me que lo he buscado y así ha sido. Me llamo..."
Alzó la vista. Una lágrima cruzó su media sonrisa sincera en perpendicular. Escribió cuidadosamente una dirección en la parte interior de la contratapa. Un portal de una ciudad no demasiado lejana. Se vio a sí mismo diez años atrás, en esa plaza, dos zancadas detrás de ella. Lo hermosa que estaba aquella tarde de febrero. Se levantó todavía con el llanto amenazando asomar por sus pupilas y la mueca - esa media sonrisa flaca - despuntando en el rostro. Caminó por el empedrado de la ciudad con el libro bajo el brazo y se acordó de sus padres, a los que pronto vería. Recordó a sus abuelos y a sus tíos, las casas del pueblo, los prados, océanos verdes salpicados de amapolas por los que correteaba de niño, el horizonte del mar frente al que nació y que nunca llegó a alcanzar; se acordó de todos aquellos amigos a los que pocas veces más volvió a ver, los bares que llevaban años cerrados, todas las noches que se dejó envolver por el silencio. Le vinieron a la mente los perrillos de su infancia y juventud, sus primos pequeños, a los que legaba todos sus libros; la vida entera iba desfilando a fogonazos por su memoria y podía oler la comida recién hecha en la cocina de la casa familiar, podía sentir el calor de los abrazos de su madre las noches de invierno, el vello de sus brazos erizándose ante el frío que siempre rodeó su alma. Y, sin darse cuenta, llegó al edificio.
Sacó la llave y subió despacio las escaleras, peldaño a peldaño. Se sentía fatigado, pero extrañamente completo; retorcidamente feliz. El estudio que había alquilado para la ocasión era pequeño y consistía en un amplio salón frente a la puerta de entrada. Al entrar dejó la puerta entornada, subió las persianas hasta arriba, abrió todas las ventanas y recogió las cortinas. Miró el reloj de muñeca. Quedaba exactamente una hora para la cita. Se sentó en el sofá con los codos apoyados en las rodillas, gacha la cabeza, las manos en la nuca. La luz ya anaranjada inundaba la pared clara que tenía enfrente de un tono tan hermoso que no pudo sino acordarse de ella. Era el momento, y con él llegaron las últimas lágrimas. Había vivido, bien o mal, lo mejor que supo hacerlo. Había amado, había perdido. Y a la edad de treinta y dos años, no tenía ya más que vivir, amar y perder. Sonrió plenamente a la nada. De un bolsillo extrajo un pequeño bote con tres pastillas, y de dentro del libro un sobre con un una inicial. Sacó la carta antes de sellarla:
"Querido S:
Siento que hayas tenido que ser tú. No hay nadie más en quien confíe para esto y al que verme así no vaya a causarle un daño irreparable. No quiero que mi último acto en el mundo sirva para destrozar otra vida.
Hace ya muchos años que hablamos de lo que deseaba cuando llegase este día, pero sé que te acordarás. Confío en que sabrás lo que hacer con este diario. Lo he dejado todo dispuesto para ello.
Has sido un amigo fiel, y una buena persona. Que tu camino sea pleno, de corazón. Gracias por toda mi vida."
Tragó las pequeñas pastillas una a una y se quedó sentado, dejando penetrar el color clivia de un último atardecer en cada una de sus venas. Comenzó a sentir un sueño plácido y se tumbó, el diario sobre el vientre, las manos cruzadas sobre él. Y cerró los ojos como si fuera a dormirse.
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