El Mar de los Sargazos

Se suicidó por apatía. No estaba triste, hacía tiempo que había dejado de estarlo. Tampoco tenía problemas serios: nada de deudas con el alquiler o disgustos en el trabajo; nada relacionado con la salud ni con la autopercepción. En palabras más sencillas, no sentía nada. Estaba estancado en una densa balsa de aceite; como en un Mar de los Sargazos donde a veces encalla el hombre. Desde tiempo atrás la soledad dejó de importarle y las heridas, un día supurantes e intensas, se fueron poco a poco convirtiendo en harapos inertes. Vestigios de lo que un día fueron una persona y su alma.

Sus padres y familiares más cercanos habían fallecido o desaparecido - por fin, pensaba a veces con cierto pesar - como para sentir alguna clase de remordimiento por la idea de darle fin a todo. No fue un final aciago ni mucho menos agónico. Llevaba tiempo meditando y se limitó ponerlo en práctica. ¿Qué hacía en el mundo? Al menos, había gente que sentía dolor o tristeza. Pero él ya no era que no disfrutase de la vida, directamente ni siquiera llegaba al desagrado por las cosas. La comida casera ya no sabía a nada, las películas tristes no le producían un solitario mohín, la luz que entraba por su ventana parecía siempre la misma, y ni las drogas le sacaban ya un destiempo en el ritmo de latido del corazón. La gota que colmó el vaso llegó la noche en que el alcohol dejó de quemarle la garganta.


Aquella tarde llovía como si el cielo se estuviera derritiendo. De vez en cuando granizaba y el furioso viento arrancaba un sonido bronco a las persianas que bien pudiera confundirse con el lamento metálico de un barco en medio de una tormenta del Pacífico. Espesos goterones repiqueteaban con el cristal refulgiendo con la luz del sol que de vez en cuando se filtraba horizontal entre nubarrones oscuros. No fue algo fácil por las circunstancias que buscaba: no deseaba algo tétrico y violento que saliera en los periódicos. Le producía algo de miedo o rechazo - la primera sensación verdadera en meses, pensó - usar píldoras e ir quedándose dormido sabiendo que no iba a despertar. En todo caso, la cicuta hubiese sido una buena opción si hubiera tenido alumnos y ganas de aprender algo. Se decidió finalmente por la clásica soga. Una, dos, tres vueltas. Colocó la silla. Bajó las persianas a la mitad. Se subió a la silla. Cuánto tiempo sin sentir que tengo pulso, se dijo. 

Y la silla volcó.

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