Pobrísima crítica social
8 de enero (2025): Madrugada
Tengo la acertada convicción de que uno de los problemas de mi generación, sino del hombre mismo, es que estamos tan anestesiados de imágenes, de interacciones sociales estériles, de historias reales y falsas, de luces y colores de plástico, que no somos capaces de discernir verdaderamente cuándo un sentimiento es puro y cuándo es una medianía creada de la necesidad consumista de tener siempre más. No sabemos querer realmente, ni sabemos no hacerlo. Vamos a medio camino entre el amor devoto y la aversión profunda sin llegar nunca a un punto concreto. Los grises son buenos, pero qué coño, esta es una de las pocas cosas en las que creo que también debe haber blancos y negros. ¿Qué siente por mí una persona a la que sólo veo en momentos buenos o en momentos mediocres? ¿Nos apreciamos, nos somos indiferentes, o es únicamente fruto del cariz de la situación y no nos importamos? No somos ya capaces de ver a través de las personas, sino que nos quedamos estancados en el punto del tiempo en el que coincidimos con ellos, en lo que muestra por fuera. No hay análisis de la metasituación ni de la persona tras el perfil que ofrece. No hay inclinación a querer saber más, a descifrar a ese individuo para después decidir si realmente hay aprecio o no lo hay, sin quedarme a medio camino. He aquí un ejemplo de este pensamiento. El experimento que lograría un 100% de efectividad a la hora de inclinar la balanza:
Imaginemos un grupo de personas, todas ellas conocidas entre sí, que padezcan unas con otras - no es necesario que todas con todas - este síndrome de la medianía sentimental interpersonal. Realmente un trío podría ser suficiente, pero por hacerlo más interesante aumentaré la muestra a 5 individuos. Cada uno pasará un tiempo indeterminado en un lugar en el que pueda verse todo; imaginemos, por ejemplo una casa de muros transparentes o una vivienda con cámaras en cada una de las habitaciones sin excepción. La premisa es sencilla: los individuos podrán observarse entre ellos las 24 horas del día en un ambiente natural. Dicho de otra forma menos enrevesada, uno podrá conocer al otro en su día a día: qué hace en la soledad de la habitación, si llora, si lee, si padece insomnio por el mismo rompecabezas cada noche, si es una buena persona con su mascota, si tiene pasiones ocultas que fuera de sus paredes no se atreve a mostrar, si mira fotos antiguas, si tiene miedos que no conocía porque no se le observaba bien. Podrá saber quién es esa persona cuando piensa que nadie la observa o cuando no se da cuenta de que lo hacen. Y surgirá el sentimiento verdadero: puedo sentir verdadera pena por la persona que veo que no es capaz de dormir, o tal vez sentirme identificado, o quizá sentir enfado porque su motivo carece de sentido alguno y responde al egoísmo, qué se yo. ¿Cómo se logra esto, pues cada uno puede observar al resto y por tanto sabe que le tienen que estar observando? Sencillo. Cada día, semana o lo que se prefiera - que total todo esto es falso - sólo se podrá observar a dos personas, repartidas aleatoriamente. Es decir, el día 1 se observará a los sujetos A y B. Al sujeto A lo observarán el B, C y D, y al B lo observarán A y E. De esta forma se logra que nadie sepa cuándo se le está observando, cuándo le toca, y tarde o temprano se dejará llevar por la actuación natural. El objetivo de toda esta parafernalia sin sentido es realmente fácil de conseguir sin semejante experimento ficticio y bobo, pero por desgracia es necesario abrir los ojos ante quien se tiene delante, cosa a la que la gente últimamente se empeña en negarse.
Y el resultado del experimento me llevaría a mi siguiente reflexión. Leí hace pocos días que “no somos lo que comemos, sino lo que nos devora”. Lo que devora al ser humano tal vez sea lo que le mueva. Pensémoslo: el miedo o el sufrimiento son sensaciones primales que activan mecanismos de defensa más antiguos que un bosque. Lo más natural es que una persona escape de lo que teme o le hace sufrir. Buscamos tener las necesidades básicas cubiertas y el miedo y el sufrimiento actúan como incentivos: necesito A para vivir a gusto, me da miedo morir/sufrir (B), ergo debo conseguir A y huir de B, y asimismo la ausencia de B constituye una parte de la consecución de A. Ensamblando todos los A y B que pueden existir en la compleja existencia del hombre moderno, aparece la somatización del miedo y del sufrimiento - que aquí son además al mismo tiempo una causa y un efecto - : el verbo devorar. Lo que nos devora. Sufro por tal persona, sufro por la marcha de mis amigos de la ciudad, sufro por el paso del tiempo, sufro porque mi hijo crece muy deprisa o envejezco demasiado rápido, porque mi abuelo se murió, porque me echaron de aquel trabajo, porque perdí muchas oportunidades en mi vida, porque he notado un bulto en una mama pero me aterra ir al ginecólogo, porque ayer me dolió una muela y no tengo dinero para pagar un empaste, porque estoy solo, vaya usted a saber. Me devora. Y para evitarlo, intento evadirme bombardeándome contenido. Intento protegerme barajando en la cama todas las situaciones posibles en vez de dormir. Intento escapar a través del humor, a través de la rabia, de las sustancias. Lo que me mueve, lo que ocupa mi tiempo, es lo que me devora. Lo que me hace escapar y no querer ciertas cosas o buscar con verdadera ansiedad otras es lo que puede conmigo. Y por otro lado lo que me hace querer salir de mi zona de confort es intentar ganarle la partida a aquello que me está derrotando. Por eso se escribe, se pinta, se fotografía, se viaja, se bebe, se folla, se insulta, se llora, se ama o se ríe. Porque estamos en pelea constante con nosotros mismos y aquello que nos carcome, que tal vez sea el mundo. Puede que por eso no queramos mirar realmente a los demás. Igual por eso mismo nos anestesiamos.
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