El eco de los pasos

Es una mañana de verano y Amparo Llanos toca apagada su Telecaster blanca en el silencio de la habitación. Ha cruzado el pasillo, ropa corta cómoda de andar por casa, dos pasos por delante de la cámara. Entra una luz grisácea por la ventana, reflejo del cielo nublado, en un salón luminoso y repleto de libros. Piernas cruzadas, dedos huesudos, manos anudadas de venas, masca chicle con naturalidad mientras la guitarra le trastea un poco. "No sé si me voy a acordar", apunta modesta pese a que tiene un pequeño amplificador junto al sillón con signos de haber sido usado hace poco.

Los años le sientan bien. Siempre fue delgada y enérgica, pero la camiseta holgada y el pantalón cortísimo le dan una apariencia todavía más enjuta. Como buena hija del rock de su generación, un tatuaje le nace en la cara frontal del hombro derecho y se enrosca como una serpiente por toda su circunferencia. Habla de su juventud, de su hermana Cristina - a la que casi ya no se ve en público - , de la paz mental, de la lectura, de la industria musical. Lo hace despacio, arrastrando algunas consonantes, escogiendo las palabras, dudando a veces, como si existiera una necesidad elemental de mantener parte de sí misma tras la opacidad del tiempo. Pero natural. Como es ella. Por su forma de hablar no parece en absoluto lo inteligente que es. Mucho menos lo rockera. 



Estos días me he estado haciendo una pregunta. Si cada ciudad, cada calle, tuviese una banda sonora, ¿cuál le correspondería? ¿Qué canción representa la historia de cada rincón? 

Imagino que esto funciona en base a parámetros que determina cada uno. Imagínese: un chaval de Marín hablará de vaya usted a saber qué canción de Cruz Cafuné, The Rapants, Fito o Amaral y sus archiconocidos amigos para hablarle de su Alameda, y a un señor entrado ya en años ese mismo lugar le evocará la muiñeira de Rodeira. Es lo normal. Pero como yo no soy de Marín y el Asombroso Hombre Café con Leche me da total libertad para escribir en su blog, voy a permitirme hablar de la ciudad de al lado y si no le gusta se va usted al blog de Fonsi Loaiza, que dice cosas más divertidas.

La semana pasada subía de madrugada la Calle Real - no vamos a entrar en detalles sobre lo que hacía a esas horas absolutamente mecido por los efectos del alcohol a muy bajas temperaturas - pensando precisamente en ello. Para que el lector se ubique, la Real es la arteria principal del casco antiguo los días de fiesta. En fechas señaladas no cabe un alma y está sembrada de bares, restaurantes y pubs, donde simplemente bajando los doscientos metros de su recorrido puede uno encontrarse, tranquilamente, a una docena de sus amigos de siempre. Pero los días de fiesta precisamente uno no se para a pensar en las bobadas en las que pienso yo, ni yo mismo lo hago, porque esos son para disfrutar y lanzarle miradas furibundas al reloj para que no marque las horas. Algo así como una buena banda de chavales jóvenes durante un concierto. No sé si van viendo por dónde voy.

El caso, que se me va por las ramas, es que en la total y absoluta soledad de las callejas de empedrado húmedo de relente nocturno, bajo la luz cálida de los faroles, uno se siente completamente desamparado. Se reconoce a sí mismo en las esquinas con una copa en la mano y una sonrisa picaresca tajada en el rostro, rodeado de gente - buena o mala, pero gente al fin y al cabo - y sintiéndose vivo. Pero a los grupos se les va hundiendo la fama porque el mundo no espera por nadie, la industria cambia y pica carne como si la música fuese a terminar de un día para otro y hubiese que aprovechar mientras se pueda, intentan mantenerse fieles a su estilo, a su público, a las sensaciones que les han llevado hasta los momentos más intensos. Y el hombre se ve caminando solo, rodeado de un vaho tristáceo, escuchando el eco de sus propios pasos. 

La noche más insospechada el suelo se abre bajo los propios pies para caer en la cuenta - insondable cuenta - de que los años han pasado. De que la madrugada en la que uno se puede ver con su copa y su sonrisa es sólo un recuerdo lejanísimo; de que la banda, un día joven y decidida, ya no toca. Se da cuenta de que hoy esa gente se queda sentada mirando la lluvia los domingos surcados de arrugas y canas, volviendo siempre a los días en los que el tiempo era una anécdota. Que las calles ya no son de nadie, si es que algún día lo fueron, y se van muriendo poco a poco. Que Amparo Llanos finge no acordarse de tocar y que de Cristina ya no se sabe nada. Que Dover puso música desenfrenada, joven, feliz, ingenua, sincera, a la Calle Real. Y hoy en ella el silencio hace espirales y el olvido comparte la copa. Y brinda por el diablo, por las serenatas, por Loli Jackson y por el rey George. 



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