Sin importancia

El juego de focos y luces está diseñado perfectamente para que el plató de televisión parezca el piano-bar de algún hotel costero una madrugada de luna llena, y la realidad no va tan desencaminada. También el sonido está bien preparado, como solían estarlo los sonidos cuando todavía tenían importancia: Joaquín Petit baja la voz al hacer la petición, enroncando un poco el tono, y acompaña al timbre ligeramente agudo y de pronunciación agradable de Alberto Pérez. La imagen sobria de musicólogo que da hoy –frente prominente alargada hasta la mitad de la cabeza con el pelo peinado concienzudamente hacia detrás, americana negra y pajarita del mismo color sobre la camisa blanca de puños bien planchados– no encaja con la de hace nueve o diez años, con aquel bigotazo espeso para desviar la atención de una notoria calvicie más que incipiente, camisa holgada y collar de cuentas, la piel macerada de ron y humo de tabaco negro. Sin embargo es de esos hombres camaleónicos que a cualquier ambiente se adaptan como si allí les hubiese parido su madre. Le pasan una guitarra española, de ciprés, ligera, más para flamenco o boleros, dice él, para que toque una que ni recordaba que le gustaba. Bien pudiera ser una afrenta, piensa al otro lado Joaquín, pedirle a este hombre que se lance aquí con una de su época de bar de la Cava Baja, cuando a día de hoy tiene un programa de radio y dirige orquestas, pero es mi programa, estoy deseando escucharlo y, qué coño, a ver si los tiene bien puestos para decirme que no en directo. Pero lo que Joaquín no sabe es que, en la intimidad, Alberto hace prospección por toda clase de ritmos –aún anda preocupado por Chicho, que padece una crisis mística desde la noche, hará un par de semanas, que le puso en su casa junto a una bola de helado con un chorro de coñac la ranchera “Hace un año” de Antonio Aguilar– y no reniega de ninguna canción aunque forme parte del pasado. Así que se arranca con los acordes y el arpegio, que recuerda como si ayer mismo la hubiese tocado por última vez.


Se rompe el silencio de la noche, como abriendo el aire en volutas que no se pueden ver sino a través de la visibilidad propia del sonido. Nos ocupamos del mar y tenemos dividida la tarea, busca recuerdos al fondo de la memoria, incrustados directamente en las paredes profundas de la misma, ella cuida de las olas, puede ver la canción cuando todavía no tenía música, escrita en una cuartilla de papel doblada por Jorge Krahe, yo vigilo la marea, las tarde y las noches que pasó en Sigüenza junto a su amigo de verano poniéndole música, en el 75, hace ya catorce años, es cansado, por eso al llegar la noche, el día en que llamaron a Javier, el hermano de Jorge que desde Canadá había escrito gran parte de la letra, y le tocaron la pieza directamente al teléfono, ella descansa a mi lado, mis ojos en su costado, y recuerda también el día que Jorge murió, hace cinco años, y a su novia Rosita León, cómo lloraba la pobre, también cuidamos la tierra y también con el trabajo dividido, e imprime un ramalazo de rabia al arreglo en re mayor que viene ahora, porque Jorge tuvo que morirse porque así son las cosas pero no tenían que ser en aquel momento, y se acuerda de Javier que ahora anda triunfando y al que llegó a querer como a su hermano pero la amistad, según pareció, no fue correspondida, todas las cosas tratamos, cada uno según es nuestro talante, ese genial letrista, Javier, que se dejó influenciar voluntariamente porque era demasiado inteligente para hacerlo de otro modo, yo lo que tiene importancia, ese Javier Krahe al que Cela y Paco Umbral citaban, pero que realmente estaban citando a Jorge, porque el mismo Javier añoraba a su hermano, ella todo lo importante. Termina la canción. Cesa el pensamiento retrospectivo. Hacía años, dice, que no tocaba esto. Tranquilamente nueve. Pero me alegro de esta encerrona. Y, realmente, se alegró.

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