Los refranes de don Camilo y el abuelo

Camilo José Cela no nació en Vila de Cruces, sino en Iria Flavia. Pero hay un dicho en lo profundo del rico refranero gallego, de esos que alguna vez le escuchamos a los abuelos, que dice que una vaca non é de onde nace, senon de onde pace, y como había en Cruces un bar que le gustaba, y tengo entendido que allí pació muy de vez en cuando, también se puede decir que era un poco de allí. 

Mi abuelo me contaba que era largo como un día sin pan —y él supo bien lo que era un día sin pan, así que figúrese la altura—, paralelismo que es, por cierto, de nuevo parte del refranero, esta vez del español. También sé de él que bebía lo suyo, cuando lo hacía, porque era un profesional de su trabajo: un mínimo de doce horas diarias de escritura dejando sólo para el descanso domingos y festivos. A diferencia de muchos otros, jamás escribía en el bar o solamente fuera de su "taller". Leía el periódico, muy despacio, y despachaba en el silencio el café, el anisete, el aguardiente de Ojén o la cerveza, con su flor en la solapa si le daba por ahí, con esa cara que siempre llevaba de desayunar niños crudos, un rictus feroz que desaparecía al mismo tiempo que los periodistas y que se transformaba en una aguda sonrisa socarrona cuando alguien —a mayor capacidad intelectual del interlocutor, más afilada la sonrisa— le daba tertulia. Y es que no era don Camilo, en realidad, el enfant terrible que la prensa daba a entender. Yo imagino que el que es inteligente habla con quien le estimule y al que intente llevarle a su terreno lo torea. 

Pero allí, en esos bares de pueblo que poco tienen de los cafés madrileños que escribió en La colmena, se daba a la charla vulgar, a lo escatológico, la gracieta, hablaba con embrutecidos pero simpáticos parroquianos, muchos de los cuales no sabían leer ni escribir pero sabían quién era —si en Padrón conocen al hijo de Minguiño que emigró a Argentina y se hizo médico de poca monta, imagínese si les sonará el Premio Nobel del pueblo—. Era, en definitiva, un gallego de aldra más. Cosmopolita, emigrado, lúcido, pero autóctono al fin y al cabo. Le delataba la prominencia de la frente, que se abombaba hacia atrás en la zona del cogote dándole el aspecto tan gallego, de nariz para arriba, como de buey tranquilo, desmintiendo la quijada larga y flaca que delataba la procedencia británica de su apellido —Trulock—, que se fue haciendo, con los años, más carnosa y más gallega. 

Dígame usted si tras ese disfraz tremendista de atrocidad no reconoce al clásico bonachón de pueblo en el hombre que el día antes de fallecer se emperró irremediablemente —dígale usted que no a don Camilo—en desayunar chocolate con churros y almorzar lentejas. En cualquier caso, no estoy vendiéndole nada: este hombre falleció tal día hará un año —expresión, por cierto, del refranero del Siglo de Oro— y cada uno leerá lo que le plazca o no leerá directamente. Pero de él me habló alguna vez mi abuelo, que no era muy dado a las palabras, y escribir sobre él es un poco como volver a charlar con mi abuelo. Hacer apología es, generalmente, malgastar saliva y aire excepto cuando lo que se pone por las nubes son las sustancias ludiconocivas. Ya se desengañará, quien quiera hacerlo, el que un día le dé por rebuscar cuán de derechas era don Camilo, censor censurado, franquista en su día, y se tope conque a su hijo le repetía la retahíla de las tres cosas que nunca se debía ser —cura, militar y de derechas—, que votó a las izquierdas en la transición y que, qué coño, sólo hay que abrir uno de sus libros y leer, quizá el escollo más difícil de salvar, para darse cuenta de que los hombres sobre los que escribió y empatizó son los perdedores, los trabajadores, los emigrados, los pobres, los hombres como mi abuelo y su generación. A la salud de don Camilo, y de mi abuelo, en tiempos difíciles... cómo todos. ¡Nos ha merengao!

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