Carta a un joven escritor futuro

Hierves en deseos de ver por primera vez tu nombre impreso en páginas que puedas tocar. Y es, de verdad, algo encomiable; hace falta valor para querer mostrar a la gente lo que creas en tus momentos de más intimidad. Pero no existe, te lo aseguro, una tecla mágica o una sintaxis concreta que te abra la puerta al reconocimiento. Depende del azar, de una larga lista de normas no escritas que nadie te dejará leer previamente y que debes aceptar en el mismo momento en que teclees la primera palabra en el folio en blanco. Y, aún así, nada te va a asegurar conseguirlo, ni mucho menos mantenerlo. Pero, para dar ese primer salto, todavía falta mucho, e incluso quedará camino cuando hayas pasado decenas de tardes de verano firmando libros en un casetín de chapa de la feria de turno.

Te preguntas qué falta; qué se reúne en el zurrón antes de empezar a desbrozar. Has de llevar muchas horas de vuelo para poder arrancar. Conoce, primero, las tres reglas: para escribir es necesario haber leído, haber escrito y haber vivido, en especial esta última. Jack London, por ejemplo, nunca estudió letras: fue un devorador de libros que jamás pudo ir a la escuela y embarcó en una goleta antes de la mayoría de edad. Lo más importante a la hora de escribir algo que merezca la pena es tener una historia que contar. A nadie importan los problemas con tus padres, tus primeros desamores o tus exaltaciones juveniles. Todos hemos pasado o pasaremos por ello. Vive, conoce el mundo. Cuando hayas visitado el Louvre o el Prado, cuando hayas visto el sol caer por el Bósforo, cuando te haya conmovido un viejo templo en un terrón perdido en mitad del Mediterráneo, cuando hayas tomado un café en Viena o en Roma, cuando hayas llegado, en el corazón de África, hasta la misma cuna de tu sangre, cuando encuentres huellas de tu familia en los nombres de pequeños pueblos de América, cuando en un callejón de Tánger, Orán, Tremecén, Argel, Trípoli o Damasco encuentres la misma luz encuentres la misma luz, el mismo olor a cítricos, jazmines y especias que en Sevilla o Granada, cuando hayas sido capaz de ver latir de miedo los corazones de los hombres inmortales acercándose a Troya en el vientre de caballos de madera galopando el Egeo, cuando hayas, en fin, conocido de dónde vienes, de dónde surge lo que piensas y lo que hablas, tendrás algo valioso y tuyo que dejar escrito. Es importante esto último, tu idioma. Debes tratarlo con el respeto que se merece, pues es el resultado de miles de años de mezcla, encuentros y evolución, y no se debe mutilar. En cada párrafo que escribes estás incluyendo palabras del gótico y del celta; cuando te las das de interesante con complejos términos científicos, lo haces en la lengua de Aristóteles y Platón; en el ticket del supermercado de la esquina aparecerán impresas musicales voces musulmanas; si viajas, si estudias, aunque sea por encima, alguna otra parla europea te darás cuenta de que toda la amalgama anterior fue adaptada por gente como tú y como yo en un maravilloso intento de seguir hablando latín –nuestro latín– una vez Roma cayó; y no olvides que todo ello fue optimizado y perfeccionado hace cuatrocientos años –casi el doble de los que tienen los sacralizados Estados Unidos– por la más genial hornada de artistas que jamás dio la cultura española y casi mundial de los Quevedo, Góngora, Cervantes, Calderón, Lope, Tirso, Alarcón, Garcilaso o Boscán. Leyéndolos, descubrirás también que hubo un Petrarca, un Sófocles, un Plutarco. Y, mirando hacia delante, que existieron un Goethe, un Moliere, un Victor Hugo, un Byron, un Schopenhauer o un Thomas Mann que, a pesar de hacernos la puñeta cultural y políticamente, se vieron influidos por ellos. A propósito de escritores y escritos, lee todo lo que caiga en tus manos. No importa prosa o verso, novela, poesía, folletín, ensayo, romántico, policíaco, histórico, de aventuras, del siglo XVIIII que del año pasado. Empiézalo, por lo menos. De cada libro, de cada palabra escrita, habrá alguien que pueda sacar algo de provecho. En ese volumen viejo y malo que compras por el precio de una caña en un viejo kiosko puede estar la base del fabuloso personaje que confeccionarás mañana. Y, si ves que no es así, simplemente no has escogido el libro adecuado para tí. Siempre hay uno que contará tu historia, que removerá tus adentros como si hubieras sido el modelo para esa pluma. Aprenderás, así, a escoger lo que te sirve de lo que no. Y podrás extrapolarlo también al teatro, al cine, a la música, a la fotografía. 

Deberás dejar atrás los escrúpulos y condescendencias propias de quien pretende quedar a gusto con todo el mundo. Lo más importante, en este sentido, es que aprendas a manejar la amplísima gama de grises que son el mundo y la Historia en este país en el que todo es blanco o negro. Sea cual sea tu ideología, comprende y acepta que tú también –o una parte de ti, al menos– acompañaste a Miguel Hernández en Torrijos y le pusiste la camisa azul al Cid, y aprende a enorgullecerte y arrepentirte de ello según corresponda, pues es, para bien o para mal, tu pasado.

Duda siempre. Con el paso del tiempo comprenderás, espero, que la única certeza que tenemos es que está todo lleno de dudas que en más de cuatro milenios no hemos conseguido solventar.

Escribe y no pares de escribir nunca. Cuando hayas cargado todas estas balas en tu cartuchera comprenderás que no existe un consejo que nadie pueda darte y que escribir no es sino batirse en una duelo a muerte contra todo y contra nadie.

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